Tal lugar es imposible. Lo que resulta obvio desde el principio es que desconocemos el número exacto de ocupantes de la habitación; sí sabemos que uno es circunstancial, el desdichado homosexual histérico con ínfulas de matón. Luego las referencias son harto equivocas: entrevemos “una voz” y “una segunda voz más áspera que la primera”; después está el personaje C, el único que entre todos emprende una acción concreta, tomar la cartera y guardarla en un pequeño armario metálico. Quizá el más misterioso de todos sea “alguien, que invocó la calma”. Podríamos suponer que ese alguien no es otro que C (inútil aclarar que no puede ser identificado con ninguna de las dos “voces”); sin embargo, el ímpetu de alguien en su respuesta a las amenazas de las voces no se condice en absoluto con la actitud sosegada de C, ni con su persistente silencio.
Afirmar que “ninguno quiso irse a su casa sin antes descansar” presupone desde el vamos que el espacio que ocupan los personajes es meramente episódico. Tal presunción es absurda. El texto primitivo gira en torno a cierta “cartera de símbolos inextricables”, objeto adquirido azarosamente (un botín opulento de un arrebato azaroso) por esta aparente comunidad de rastreros. Todo esto resulta engañoso; notamos la indiferencia general (excepto por el lado de B) hacia la cartera, a pesar de lo cual la intuimos como un objeto fundamental. A grandes rasgos, el error de la afirmación gravita en suponer que los presuntos delincuentes planearon y ejecutaron minuciosamente tal robo y, por lo tanto, la habitación no resultaría más que un aguantadero. ¿Por qué la habitación no podría ser el lugar donde conviven los personajes y desempeñan los actos que configuran su cotidianeidad? Todo parecería indicar esto y no lo otro.
Para reforzar la hipótesis del “aguantadero” el texto alude a inexplicables “computadoras e impresoras”. Veamos, una habitación perdida en un barrio que no grita, atiborrada de sujetos anónimos; la visita de un tipo cuya seña particular es el olor a cigarrillo impregnado a lo largo de su persona; una cartera extraña que reconcentra las miradas; una cama de sábanas infectas y ¿computadoras e impresoras? Imposible. Todo esto exceptuando la más que dudosa atribución de un libro de características irrisorias al poeta Crito Barrios, cuya existencia, dicho sea de paso, también está en entredicho.
Es notable como a partir de un desliz descriptivo con motivaciones dramáticas u ornamentales puede llegarse a descubrir un texto apócrifo. Desde ya afirmamos que atribuir tal esperpento al genio del Autor es un error inexcusable, por no decir una comedia de pésimo gusto. También afirmamos rotundamente que todos los textos que se desprenden de él (excepto, claro está, el presente escrito que supone una denuncia y una rectificación) están viciados por el error y constituyen una burla infantil.